Y pensar que aún escucho decir a los tapatíos que qué bueno que no nos parezcamos a la Ciudad de México... ¡vaya aliciente! Deberíamos aceptar copiarla y aún más, mejorarla.
Las obras autorizadas por el ayuntamiento (anterior o actual, da lo mismo: siempre son las autoridades sin importar el color que tengan, las que deben responder, es decir ser responsables), son verdaderamente de miedo, sumadas a las brillantes ideas del gobierno estatal. La Vía Express, las Villas Panamericanas, el Puente Atirantado, el abandono del centro histórico, el museo en el que se pretende convertir al Palacio de Gobierno de Jalisco... y las que se acumulen en la semana, son algunas de las erráticas iniciativas que sólo tienen el fin, y el tiempo lo va demostrando, de ser jugosos negocios para sus promotores y venerables tutores.
Es algo sintomático de un país sin ley. En México, decía un rufián prepotente hijo de magistrado y toda la cosa, todo es posible si tienes dinero e influencias. Por ello no me queda claro cómo se pudo hacer sin ningún beneficio aparente, un proyecto tercermundista tan chafa como el nuevo y aparatoso hotel Riú. Sus fallas son evidentes sólo de verlo. Un edificio antiecológico y anti sustentable, un edificio retro, pero no de lo mejor del mundo, sino de lo más mediano o mediocre, para decirlo mejor. ¿Nuevos sistemas constructivos, nuevas propuestas formales, mejorar el ambiente urbano? ¡Nada de eso, por supuesto!
Estamos en un país en donde las leyes no funcionan, no sirven para la vida cotidiana, no parecen responder a una necesidad de permitir el avance de la sociedad, sino más bien, un adorno magnífico para poder presumir lo que, en definitiva, gracias a los dueños del país, no podemos llegar a ser ni con 100 ni con 200 años de luchas y búsqueda de equidad y democracia.